martes, 8 de febrero de 2011

CERROPOZO

LA NECROPOLIS DE CERROPOZO, EN ATIENZA
Por Tomás Gismera Velasco
REVISTA DE ACTUALIDAD, HISTORICO-LITERARIA, DIGITAL
AÑO 2. NÚMERO 15. JUNIO 2010
atienzadelosjuglares@gmail.com
http://www.atienzadelosjuglares.blogspot.com

Corría el año 1928 cuando se comenzó a trazar la carretera que, desde Atienza, conduce a Hiendelaencina a través de Naharros.

Ya se habían llevado a cabo las obras que desde Hiendelaencina, y a través de Cogolludo, conducían a Guadalajara, obras que se rolongaron a lo largo de varios años. El último tramo, el de Hiendelaencina a Atienza, se encomendó a la contrata dirigida por Juan Bruna, de Hiendelaencina, quien comenzó sus trabajos en dicho pueblo, abriendo la caja de la actual carretera a fuerza de pico y pala, y con alguna pequeña y primitiva maquinaria. Carretera que, con los sucesivos arreglos y ampliaciones, ha llegado a nuestros días.

En los últimos meses de dicho año de 1928, con Atienza a la vista, y al llegar a la altura del altillo de Cerropozo, en las inmediaciones de la ermita de Santa Lucía, mientras la maquinaría iba abriendo camino, comenzaron a encontrarse algunas piezas de hierro antiguas, uno de aquellos extraños tesoros que los obreros atribuyeron “al tiempo de los moros”, como solía ser costumbre en la época con todos aquellos hallazgos.

Lo encontrado, espadas herrumbrosas, cuchillos, lanzas y toda una serie de herrajes, fue repartido entre los propios obreros, así como entre el encargado de la obra, Juan Bruna, quien a su vez, y por la curiosidad del hallazgo, hizo múltiples regalos entre gentes de Atienza y Hiendelaencina. Alguno de aquellos objetos fue a parar al entonces diputado provincial, don Luciano Más, e incluso el párroco de Atienza, don Julio de la Llana, fue obsequiado con una hermosa lanza.

Años antes, en la prolongación de la carretera de Berlanga, al pie del cerro del Padrastro y a la altura de la actual Fuente de la Mona, se habían encontrado algunas piezas semejantes que, más o menos, fueron repartidas de igual manera; y unos años atrás, en 1913 y en Hijes, con la misma casualidad, se había descubierto
una necrópolis ibérica que llevó al marqués de Cerralvo, a través de don Julio de la Llana, entonces párroco de Miedes y por correspondencia de Hijes, a estudiarla con detenimiento, pasando muchas de las piezas allí encontradas a la colección particular de Cerralvo, otras pasaron al Mueso Arqueológico Nacional, y otras
pocas quedaron en manos de quienes las hallaron pensando tal vez que lo que tenían en sus manos era un tesoro de incalculable valor.

Cuando en aquel mes de diciembre de 1928 comenzaron a aparecer aquellos objetos en Cerropozo, y tras llegar a don Julio de la Llana la famosa lanza, este, no conformándose con tener aquella pieza como mero recuerdo, comenzó a escribir a amigos y conocidos dando cuenta del hallazgo, e igualmente lo hizo a la prensa provincial ensalzando lo encontrado y pidiendo ayuda para que todo aquello no se perdiese sino que, por el contrario, alguien más entendido que él se hiciese cargo de una posible inspección y su correspondiente estudio:

“Los obreros de la carretera han descubierto por el altillo de Cerropozo espadas antiguas, frenos de caballo, fíbulas, broches mohosos y enseguida ellos y nosotros hemos formulado el interrogante ¿de dónde proceden?

No cabe en mi presunción resolver esa incógnita, pero me permito recordar que en 1913, en una necrópolis que por orden del Excmo. Sr. Marqués de Cerralbo se estaba descubriendo en el pueblo de Hijes, tuve ocasión de ver objetos muy parecidos a los
aquí encontrados, más cortas las espadas y más deleznables…

A las preguntas que hice al encargado del trozo en que se descubrieron los objetos arqueológicos, me contestó amablemente diciéndome que aquí las armas no se habían encontrado en hoyo, sino esparcidas; que no aparece estela funeraria de sepulturas, ni urnas, pero si pizarras de plano que parecen lápidas y que sí que le
sorprendió que la tierra de aquel sitio era distinta a la del resto del suelo. La contestación, para los arqueólogos ¿no será una necrópolis?”

Cuando don Julio de la Llana envía esas cartas y hace esos comentarios corren los primeros días de enero de 1929, y uno de los receptores de aquella misivas será el párroco de Membrillera, don Justo Juberías Pérez, arqueólogo y colaborador de don Juan Cabré en múltiples trabajos, y alumnos y herederos a su vez, de la
obra del Marqués de Cerralbo.

Don Justo Juberías no tarda en dar a conocer a don Juan Cabré las noticias que le llegan de Atienza y, tratando de buscar los medios para llevar a cabo una inspección en toda regla dando por buenas las noticias que le envía el párroco de Membrillera y este a su vez las de don Julio de la Llana, se dirige a través de varios escritos a la Junta Superior de Exacavaciones y Antigüedades, para solicitar permiso a fin de llevar a cabo los trabajos necesarios, así como la consiguiente subvención con la que costearlos. Anuncia en su escrito que, en caso de que la Junta no conceda cantidad alguna para llevar a cabo los trabajos necesarios, estos serán pagados de su propio bolsillo.

La Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, a la que llega el escrito a finales del mes de enero, y tras una reunión previa el día 29, anuncia al señor Cabré la autorización para llevar a cabo dichos estudios preliminares, concediéndole una subvención de 1.500 pesetas para llevarlos a cabo.

La noticia es recibida por don Julio de la Llana con la alegría correspondiente, puesto que es urgente llevar a cabo aquellos trabajos puesto que la carretera avanza y, en caso de encontrarse allí lo que imagina, todo podría ser destruido o caer en manos de personas extrañas, haciendo que todo desaparezca. Le llega a través de una carta de don Justo Juberías el 7 de febrero: “…te advierto que algunos, con gran ligereza de juicio creyeron que se trataba de una cosa imaginaria…”

Igualmente, y en la extensa carta, le anuncia la visita del señor Cabré junto a sus más íntimos colaboradores, para el día 11. Entre
esos colaboradores estarán, por supuesto, el propio Juberías así
como la hija de Cabré, Encarnación, quien desde que tiene uso de razón acompaña a su padre en todas sus inspecciones arqueológicas, y es la encargada unas veces de realizar las fotografías sobre el terreno, y otras de levantar planos y de realizar la recomposición de las piezas a través de sus dibujos. Igualmente les acompaña su capataz de obras, José García Cernuda.

Los visitantes son recibidos por don Julio en la plaza de San Juan, y este, previamente a llevarlos al lugar en el que se realizan los
trabajos, los acompaña a visitar la villa en unión del alcalde, don Trinidad Galán. Es la primera vez que Juan Cabré y su hija se
encuentran en Atienza. La visita es seguida con cierta expectación por los vecinos, e incluso por los chiquillos del pueblo, que
los siguen hasta el castillo. Entres los invitados a conocer a don Juan Cabré, y si lo desean acompañarles al lugar del descubrimiento, se encuentran los propietarios
de las tierras en las que aparecieron aquellos objetos, don Eloy Asenjo, de Atienza, y don José Gamboa, de Sigüenza. Ambos, a través de documento escrito, autorizan los trabajos que han de llevarse a cabo, y aunque don José Gamboa lo hace por carta y no
se desplaza hasta Atienza, don Eloy Asenjo si que acompaña en la inspección preliminar al equipo de don Juan Cabré.

Tras la obligada visita al pueblo, al mediodía de aquel 11 de febrero, en los vehículos de Cabré y de don Justo Juberías, se trasladan hasta el altillo de Cerropozo, donde los aguarda el señor Bruna con su cuadrilla y este da cuenta de todos los pormenores del hallazgo, así como de las personas a las que se les entregó alguna de las piezas, en su mayoría personas de Hiendelaencina, así como los anteriormente citados señor Más y Julio de la Llana, así como al maestro de Naharrros, don Pedro del Olmo, quienes confirman a Cabré que harán entrega de lo que recibieron del señor Bruna. Don Julio de la Llana entrega su famosa lanza; Luciano Más una espada
de antena, don Pedro del Olmo una hoja de espada y una lanza, y el propio Bruna el grueso de lo recogido: una espada de antena, una hoja de espada, catorce lanzas, dos bocados de caballo, un filete de doma de caballo, unas trébedes, clavos, fíbulas, y toda una serie de objetos que serán donados al Museo Arqueológico Nacional.

Don Juan Cabré, previamente a comenzar las excavaciones, realiza un extenso trabajo de campo en la zona, que abarca desde las inmediaciones de la ermita de Santa Lucía, hasta el los altos del Hontanar, e incluso parte de la Bragadera, donde encuentra
toda una serie de piedras talladas que le confirman la impresión primera de que por aquella zona hubo, efectivamente, un poblado íbero.

Llama su atención, en aquella primera visita al lugar en el que se hicieron los hallazgos, la ausencia de cerámicas, probablemente diseminadas con las explanaciones del terreno. Piezas que posteriormente hallará y, una vez iniciados los trabajos, irán apareciendo toda una serie de tumbas con sus correspondientes ajuares.

El informe que eleva a la Junta Superior de Excavaciones es extenso y minuciosamente documentado:

“En el lugar preciso del hallazgo de la aludida raedera discoidal, o sea, a 100 metros de la ermita de Santa Lucía, los desmontes de tierra para la explanación de la carretera dejaron al descubierto una gran extensión de restos de construcciones de apaarejo muy tosco, régulas de aspecto romano, cerámica, huesos humanos, mucha tierra negra y cenizas y algunas piedras, al parecer todavía hincadas. Este lugar, ¿será una de las ramificaciones de la necrópolis o simplemente indicios de viviendas de época indeterminada, predecesora a la actual construcción de la ermita?
A unos cuatrocientos metros del Alto de Cerropozo, y a la derecha del collado, por el que pasa la nueva carretera, se acusan perfectamente cimientos de construcciones antiguas y se llama a dicho lugar Casarejos. Tal despoblado, ¿pertenecerá acaso a las mismas gentes de la necrópolis?

Los obreros que intervinieron en el vaciado de la caja de la carretera en el Altillo de Cerropozo creían cándidamente que las armas y otros objetos que se encontraron serían abandonados en la refriega de una gran batalla campal que se libró allí entre moros y cristianos”.

Tras aquella inspección visual, comenzaron los trabajos de excavación, sacando a la luz toda una serie de objetos: “Lo primero que se halló fueron dos lajas de pizarras, que juntas la una a la otra descansaban en sentido plano sobre el nivel de la gravilla. Eran de contorno rectangular, de unos cuarenta centímetros de lado y ni encima, ni debajo, ni alrededor de ellas, había objetos arqueológicos”.

Era una decepción, por supuesto, no obstante, las piezas que le habían sido entregadas evidenciaban lo que allí hubo, por lo que los trabajos debían de continuar: “A los 2,60 metros de ellas, y a unos sesenta centímetros de profundidad encontramos la primera epultura…”

A aquella primera le seguirían otras veinte, en las que fueron apareciendo piezas que el propio Cabré comparó con las halladas en el castro de las Cogotas, en Cardeñosa, provincia de Avila, emparentando así a los primitivos pobladores de aquel castro atencino, con los vettones avulenses de la cultura de los berracos.

Las excavaciones se prolongaron desde la primavera hasta el verano de aquel año de 1929, elevando don Juan Cabré su Memoria a la Junta de Excavaciones Arqueológicas a finales de aquel mismo año, pidiendo que se habilitasen fondos para demarcar la zona y proceder a nuevas excavaciones, que no volvieron a realizarse:

“Por último, referente al emplazamiento de cuantas sepulturas
hemos podido determinar, no se observa un plan metódico. Halláronse las tumbas dispersas, sin orden, a diferente distancia entre si y profundidades, con estelas y urnas, o sin ellas, estas calzadas y sin calzar, y recubierta a veces la superficie del terreno en que yacían los ajuares funerarios y los ustrino con una capa o piedras de pequeño tamaño. Esta necrópolis ofrece singularidades propias, muy dignas de consideración para el estudio de la Segunda Edad del Hierro de la Meseta Castellana, y su mayor parte pertenece, probablemente, al pueblo celtibérico, pero al primer periodo de su desarrollo”.

Don Julio de la Llana trató por todos los medios de que aquellos trabajos se reanudasen, e incluso de que se acotase el terreno, para que se llevase a cabo en él una especie de parque para el estudio de aquella cultura, el propio Justo Juberías le había confirmado la importancia de los hallazgos:

“La necrópolis es notable bajo todos los puntos de vista, histórico, religioso y científico. De Atienza se ha escrito mucho, como de todas las ciudades antiguas; los descubrimientos del señor marqués de Cerralbo demuestran hasta la evidencia que Atienza fue muy poblada en la época neolítica, y en sus términos inmediatos existen monumentos de arte rupestre, como cavernas artificiales, cerámica, hachas, flechas y curiosísimos grabados… Atienza está en el corazón de estos descubrimientos, y esta nueva necrópolis aclara muchas cosas.

Te felicito, como atienzano y como sacerdote, esta clase de estudios han puesto en muy alto el nombre de nuestra Diócesis, porque no hay otra que presente tantos descubrimientos en España, algunos, únicos en el mundo”.

El trabajo de don Julio de la Llana concluía, no obstante, había dejado para el futuro una interesante aportación para la historia de Atienza:

“Me felicito pues de mi humilde actuación de que no haya pasado desapercibido mi sencillo trabajo para que Atienza, que ya ocupa relevante lugar en la historia, sea conocida también bajo otros aspectos y figure en los libros de texto de los centros docentes con motivo de estos estudios”.

Don Julio de la Llana aspiraba a que, una vez iniciados aquellos trabajos, se continuase por otros lugares, ya señalados por el marqués de Cerralbo en sus visitas a Atienza:

“Existen algunos abrigos que yo he visitado, uno de ellos llamado “Las Cuevas”… Hay otra caverna curiosa en el sitio denominado “Los Arenales”, picada en la roca, de entrada angosta, que tuerce a la derecha y luego se ensancha, midiendo unos cinco metros de ancho por unos cincuenta de largo y otro tanto de alto. Cerca de la entrada se halló cerámica que nuestro amigo señor Juberías calificó de ógnica. Sobre una peña notamos algo así como una figura estilizada…”

Pero llegó la república, después la Guerra Civil y, más tarde, el olvido definitivo de la Necrópolis Ibérica del Alto de Cerropozo en Atienza, del que únicamente, y como curiosidad para los visitantes, quedan las piezas halladas por Cabré y por el señor Bruna, como testigos mudos de lo que Atienza fue hace miles de años, en el Museo Arqueológico Nacional.

La memoria e informe de dichas excavaciones, junto a las láminas que acompañan este trabajo, fueron redactadas por el equipo de don Juan Cabré y presentadas a la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, que las publicó en 1930, bajo el título de Excavaciones en la necrópolis celtibérica del Altillo de Cerropozo, Atienza (Guadalajara), practicadas bajo la dirección de don Juan Cabré, con la colaboración de don Justo Juberías”. Se editaron en Madrid, en la imprenta de la tipografía de archivos. Las reseñas y testimonios de don Julio de la Llana pertenecen a sus propios
escritos

jueves, 6 de enero de 2011

HISTORIA DE NAHARROS

NUESTROS PUEBLOS: NAHARROS
Los tres diccionarios de consulta para los pueblos de Guadalajara, publicados
en el siglo XIX, el de Tomás Miñano de 1826, Pascual Madoz de 1848, así como
el Nomenclátor de la Diócesis de Sigüenza de 1886, hablan de Naharros con
parquedad, si bien los tres coinciden en algo, en que “se halla situado en
terreno áspero, con clima frío y excelente ventilación”.

No son muchos los datos históricos que se ofrecen, salvo el número de sus habitantes, o vecinos: 40 según el Nomenclátor, que equivaldrían a unos 120 habitantes; 137 cuenta Miñano que tenía en 1826 y en torno a los 100 son los
que pone Madoz. Los tres señalan que depende del municipio de La Miñosa; y
en cuanto al nombre igualmente le dan distintas acepciones: Narros para el
Noménclator; Naharros para Miñano y Madoz.

En cualquier caso aclaremos un extremo: Naharros, como tantas otras
poblaciones, ha cambiado mucho desde aquellos remotos tiempos a la
actualidad. Un simple vistazo a su caserío nos lo muestra, si bien ha
perdido algo de su identidad; hasta la década de 1960 era conocido en
la comarca como “el te los tejados de pizarra”, cuando todavía no estaba
descubierta la ruta de los pueblos negros y Naharros era uno de tantos,
si bien algo alejado de aquellos, al pie de la carretera que desde Atienza
conduce a Hiendelaencina, en un paraje de excepcional belleza, a pesar
de la pobreza y aridez del terreno.

Su origen hay que buscarlo en las repoblaciones que se llevaron a cabo
en Castilla tras la conquista de Toledo, avanzado el año 1100, y el
topónimo del nombre ya nos da a entender quienes fueron sus pobladores,
originarios del entonces reino de Navarra, probablemente llegados a
estas tierras, como tantos otros repobladores de la Vieja Castilla,
atraídos por las exenciones de Alfonso VI y Raimundo de Borgoña.

Son muchos los estudios sobre la toponimia vasca en Castilla llevados a
cabo a lo largo del siglo XX, y algunos señalados, como los Salvador de
Madariaga o Antonio Llorente Maldonado de Guevara, en los que se profundiz
a en la materia, dando cuenta de cómo, el origen del nombre, así como sus
primitivos pobladores, llegan de aquella zona, anteriormente reino de
Pamplona, así como de la multitud de poblaciones que, en Castilla, llevan
un nombre semejante: Narros, Naharros, Narrillos, Naharrillos, etc., la
mayor parte de ellos pertenecientes, al día de hoy, a las provincias de Avila, Segovia, Salamanca, Cuenca y, por supuesto, nuestro Naharros de Guadalajara.

Algunos autores aseguran que esta repoblación de navarros al otro lado del
Duero se produjo a partir de la batalla de Las Navas de Tolosa. A pesar
de esa repoblación, la localidad contó en tiempos de la prehistoria con
población arévaca, como se demostró a través de las excavaciones llevadas
a cabo en el Altillo de Cerropozo, por Juan Cabré con la colaboración de Justo Juberías,
en 1928, cuando se abrió la carretera entre Atienza y Hiendelaencina, en
las que se descubrió la necrópolis perteneciente a la Segunda Edad del
Hierro, y en cuyos trabajos colaboraron personas de este municipio
encabezadas por su maestro, don Pedro del Olmo (Atienza de los Juglares,
junio 2010).

Por medio del Real Decreto de 24 de abril de 1834 referente a la Nueva
División Territorial, fue incorporado al entonces partido judicial de
Miedes de Pela, pasando con posterioridad al de Atienza.

Dice de él Pascual Madoz en su Diccionario:
“Naharros: aldea del distrito de Cañamares, en la provincia de Guadalajara,
de la que dista 9 leguas, partido judicial de Atienza, 4 leguas, audiencia territorial de
Madrid (49), diócesis de Sigüenza. Situado en terreno áspero,
con buena ventilación y clima frío; tiene 20 casas; escuela de instrucción
primaria. Produce trigo, centeno, cebada, avena, algunas legumbres ordinarias y
pastos, con los que mantiene ganado lanar y cabrío y las yuntas necesarias para la
agricultura, principal ocupación de los habitantes, 20 vecinos, 100 almas”.

Antonio Herrera Casado, en su “Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara”
(1983), dice: “En una leve ondulación del terreno, a orillas del río Cañamares,
y al pie, en su vertiente norte, del alto pico de la Bodera, se encuentra este lugar, que ha ido despoblándose durante los últimos años. Perteneció primitivamente al común de Villa y Tierra de Atienza, quedando durante varios siglos, y dada su proximidad a esa villa, bajo su jurisdicción, y, como ella, en el señorío directo del Rey. Constituye su conjunto urbano un ejemplo muy característico del urbanismo y la arquitectura popular serrana de la comarca atencina. Se han realizado muy pocas reformas en el poblado, y así se encuentran casi todas sus edificaciones en estado de buena conservación. Se componen los edificios de grandes sillarejos, con electos de madera, aunque escasos, y cubiertas de pizarra. Compone su conjunto un auténtico
museo en esta materia de la construcción popular rural serrana. La
iglesia parroquial es un edificio de tradición románica, aunque
reconstruida en época posterior. Destaca su gran espadaña a poniente,
de remate horizontal con bolas y campanil. Tiene nave única, con acusado c
rucero, y todos los muros son de sencillo sillarejo.”.

A pesar de ello, e históricamente, fue un pueblo dedicado a la ganadería,
como así se prueba en el Catastro del marqués de la Ensenada, donde se da
cuenta del número de cabezas existente en la población hacía 1752:

“…setecientas ochenta y cinco cabezas de ganado de lana de todo diente
y edades; mil y diezinueve cabezas de ganado cabrío en que van machos,
cabras y cabritos; ciento sesenta y seis de ganado vacuno; sesenta y
dos de labor; ciento y cuatro de cría y cerriles; una yegua, cuarenta y
nueve jumentos y jumentas y ciento cuarenta y nueve cabezas de ganado
de cerda…”

La población estaba compuesta por “treinta y dos almas”, y contaba el
pueblo con cuarenta y tres casas “todas habitables”. Había casa para
las reuniones de Ayuntamiento, horno de poya, propio de todos los
vecinos, corral de concejo o ejido, en el que guardar los ganados
requisados pastando en tierras vedadas y un monte
llamado el Vallejo.

Ciento ochenta y siete reales de vellón era lo que cobraba el sacristán.
A cuarenta ducados ascendía el salario de los dos pastores comunales para
el ganado cabrío. Y cinco eran los pastores de ganado lanar, sin que
existiesen otros oficios, salvo los de la agricultura y ganadería a la
que se dedicaba la inmensa mayoría de la población, que se mantenía de
aquellos productos que ofrecían tanto el campo como la ganadería, ante
todo la caprina, de la que utilizaban su leche para hacer, ya en
aquellos tiempos, un famoso queso de cabra reconocido en toda la comarca,
y que permitía que en el pueblo no hubiese pobres de solemnidad: “treinta
y cuatro labradores, sin que existiesen jornaleros. Tampoco había entonces
clérigo, por lo que acudía a la población el del vecino pueblo de La Miñosa.

Como en toda la comarca, la medida más común empleada era la fanega.
Se cultivaba centeno, trigo, algo de cebada, berzas y algunas hortalizas.

Pagaban algunos diezmos a don Félix Carrión, prebendado de la catedral
de Sigüenza, y otros más al arcipreste de Atienza.

No había salinas, y tampoco molino harinero (el existente se levantó
muchos años después), y en cambio si que había un elevado número de
colmenas, de las que los vecinos se servían de miel y cera.

Los apellidos de los vecinos en poco difieren de los que, andado el
tiempo, llegarían a nuestros días: Francisco Bermejo Gutiérrez,
María Criado, Micaela Sanz, Juan Ranz, Juan Marina, Miguel Manzanero…
Juan Muñoz y Agustín Casas eran los entonces
regidores del lugar, y Martín Perucha el escribano.

Cada pueblo, cada lugar, aunque breve, siempre tendrá una identidad.
Tomás GISMERA VELASCO

atienzadelosjuglares@gmail.com
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REVISTA DE ACTUALIDAD, HISTORICO-LITERARIA, DIGITAL
AÑO 2. NÚMERO 21. DICIEMBRE 2010

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