jueves, 6 de enero de 2011

HISTORIA DE NAHARROS

NUESTROS PUEBLOS: NAHARROS
Los tres diccionarios de consulta para los pueblos de Guadalajara, publicados
en el siglo XIX, el de Tomás Miñano de 1826, Pascual Madoz de 1848, así como
el Nomenclátor de la Diócesis de Sigüenza de 1886, hablan de Naharros con
parquedad, si bien los tres coinciden en algo, en que “se halla situado en
terreno áspero, con clima frío y excelente ventilación”.

No son muchos los datos históricos que se ofrecen, salvo el número de sus habitantes, o vecinos: 40 según el Nomenclátor, que equivaldrían a unos 120 habitantes; 137 cuenta Miñano que tenía en 1826 y en torno a los 100 son los
que pone Madoz. Los tres señalan que depende del municipio de La Miñosa; y
en cuanto al nombre igualmente le dan distintas acepciones: Narros para el
Noménclator; Naharros para Miñano y Madoz.

En cualquier caso aclaremos un extremo: Naharros, como tantas otras
poblaciones, ha cambiado mucho desde aquellos remotos tiempos a la
actualidad. Un simple vistazo a su caserío nos lo muestra, si bien ha
perdido algo de su identidad; hasta la década de 1960 era conocido en
la comarca como “el te los tejados de pizarra”, cuando todavía no estaba
descubierta la ruta de los pueblos negros y Naharros era uno de tantos,
si bien algo alejado de aquellos, al pie de la carretera que desde Atienza
conduce a Hiendelaencina, en un paraje de excepcional belleza, a pesar
de la pobreza y aridez del terreno.

Su origen hay que buscarlo en las repoblaciones que se llevaron a cabo
en Castilla tras la conquista de Toledo, avanzado el año 1100, y el
topónimo del nombre ya nos da a entender quienes fueron sus pobladores,
originarios del entonces reino de Navarra, probablemente llegados a
estas tierras, como tantos otros repobladores de la Vieja Castilla,
atraídos por las exenciones de Alfonso VI y Raimundo de Borgoña.

Son muchos los estudios sobre la toponimia vasca en Castilla llevados a
cabo a lo largo del siglo XX, y algunos señalados, como los Salvador de
Madariaga o Antonio Llorente Maldonado de Guevara, en los que se profundiz
a en la materia, dando cuenta de cómo, el origen del nombre, así como sus
primitivos pobladores, llegan de aquella zona, anteriormente reino de
Pamplona, así como de la multitud de poblaciones que, en Castilla, llevan
un nombre semejante: Narros, Naharros, Narrillos, Naharrillos, etc., la
mayor parte de ellos pertenecientes, al día de hoy, a las provincias de Avila, Segovia, Salamanca, Cuenca y, por supuesto, nuestro Naharros de Guadalajara.

Algunos autores aseguran que esta repoblación de navarros al otro lado del
Duero se produjo a partir de la batalla de Las Navas de Tolosa. A pesar
de esa repoblación, la localidad contó en tiempos de la prehistoria con
población arévaca, como se demostró a través de las excavaciones llevadas
a cabo en el Altillo de Cerropozo, por Juan Cabré con la colaboración de Justo Juberías,
en 1928, cuando se abrió la carretera entre Atienza y Hiendelaencina, en
las que se descubrió la necrópolis perteneciente a la Segunda Edad del
Hierro, y en cuyos trabajos colaboraron personas de este municipio
encabezadas por su maestro, don Pedro del Olmo (Atienza de los Juglares,
junio 2010).

Por medio del Real Decreto de 24 de abril de 1834 referente a la Nueva
División Territorial, fue incorporado al entonces partido judicial de
Miedes de Pela, pasando con posterioridad al de Atienza.

Dice de él Pascual Madoz en su Diccionario:
“Naharros: aldea del distrito de Cañamares, en la provincia de Guadalajara,
de la que dista 9 leguas, partido judicial de Atienza, 4 leguas, audiencia territorial de
Madrid (49), diócesis de Sigüenza. Situado en terreno áspero,
con buena ventilación y clima frío; tiene 20 casas; escuela de instrucción
primaria. Produce trigo, centeno, cebada, avena, algunas legumbres ordinarias y
pastos, con los que mantiene ganado lanar y cabrío y las yuntas necesarias para la
agricultura, principal ocupación de los habitantes, 20 vecinos, 100 almas”.

Antonio Herrera Casado, en su “Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara”
(1983), dice: “En una leve ondulación del terreno, a orillas del río Cañamares,
y al pie, en su vertiente norte, del alto pico de la Bodera, se encuentra este lugar, que ha ido despoblándose durante los últimos años. Perteneció primitivamente al común de Villa y Tierra de Atienza, quedando durante varios siglos, y dada su proximidad a esa villa, bajo su jurisdicción, y, como ella, en el señorío directo del Rey. Constituye su conjunto urbano un ejemplo muy característico del urbanismo y la arquitectura popular serrana de la comarca atencina. Se han realizado muy pocas reformas en el poblado, y así se encuentran casi todas sus edificaciones en estado de buena conservación. Se componen los edificios de grandes sillarejos, con electos de madera, aunque escasos, y cubiertas de pizarra. Compone su conjunto un auténtico
museo en esta materia de la construcción popular rural serrana. La
iglesia parroquial es un edificio de tradición románica, aunque
reconstruida en época posterior. Destaca su gran espadaña a poniente,
de remate horizontal con bolas y campanil. Tiene nave única, con acusado c
rucero, y todos los muros son de sencillo sillarejo.”.

A pesar de ello, e históricamente, fue un pueblo dedicado a la ganadería,
como así se prueba en el Catastro del marqués de la Ensenada, donde se da
cuenta del número de cabezas existente en la población hacía 1752:

“…setecientas ochenta y cinco cabezas de ganado de lana de todo diente
y edades; mil y diezinueve cabezas de ganado cabrío en que van machos,
cabras y cabritos; ciento sesenta y seis de ganado vacuno; sesenta y
dos de labor; ciento y cuatro de cría y cerriles; una yegua, cuarenta y
nueve jumentos y jumentas y ciento cuarenta y nueve cabezas de ganado
de cerda…”

La población estaba compuesta por “treinta y dos almas”, y contaba el
pueblo con cuarenta y tres casas “todas habitables”. Había casa para
las reuniones de Ayuntamiento, horno de poya, propio de todos los
vecinos, corral de concejo o ejido, en el que guardar los ganados
requisados pastando en tierras vedadas y un monte
llamado el Vallejo.

Ciento ochenta y siete reales de vellón era lo que cobraba el sacristán.
A cuarenta ducados ascendía el salario de los dos pastores comunales para
el ganado cabrío. Y cinco eran los pastores de ganado lanar, sin que
existiesen otros oficios, salvo los de la agricultura y ganadería a la
que se dedicaba la inmensa mayoría de la población, que se mantenía de
aquellos productos que ofrecían tanto el campo como la ganadería, ante
todo la caprina, de la que utilizaban su leche para hacer, ya en
aquellos tiempos, un famoso queso de cabra reconocido en toda la comarca,
y que permitía que en el pueblo no hubiese pobres de solemnidad: “treinta
y cuatro labradores, sin que existiesen jornaleros. Tampoco había entonces
clérigo, por lo que acudía a la población el del vecino pueblo de La Miñosa.

Como en toda la comarca, la medida más común empleada era la fanega.
Se cultivaba centeno, trigo, algo de cebada, berzas y algunas hortalizas.

Pagaban algunos diezmos a don Félix Carrión, prebendado de la catedral
de Sigüenza, y otros más al arcipreste de Atienza.

No había salinas, y tampoco molino harinero (el existente se levantó
muchos años después), y en cambio si que había un elevado número de
colmenas, de las que los vecinos se servían de miel y cera.

Los apellidos de los vecinos en poco difieren de los que, andado el
tiempo, llegarían a nuestros días: Francisco Bermejo Gutiérrez,
María Criado, Micaela Sanz, Juan Ranz, Juan Marina, Miguel Manzanero…
Juan Muñoz y Agustín Casas eran los entonces
regidores del lugar, y Martín Perucha el escribano.

Cada pueblo, cada lugar, aunque breve, siempre tendrá una identidad.
Tomás GISMERA VELASCO

atienzadelosjuglares@gmail.com
http://www.atienzadelosjuglares.blogspot.com

REVISTA DE ACTUALIDAD, HISTORICO-LITERARIA, DIGITAL
AÑO 2. NÚMERO 21. DICIEMBRE 2010

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